DISCURSO
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Aristôteles hasta tal punto juzga que el siervo es un ca¬
pital, que çon su habitual lucidez afirma que el buey es
el esclavo de los pobres (1), es decir, la máquina de los que
no pueden ser poseedores de hombres.
No piensa Goethe que la naturaleza obedezca à nuestra
voluntad à pesar suyo, como forzada. El arroyo, dice, es
amigo del molinero que lo utiliza; prefière précipitarse
sobre las ruedas que mueve, à correr à través del valle con
una tranquilidad estéril (2). Schiller no es de este parecer
cuando escribe: «Feliz es el poder del fuego si el hombre
lo dirige y lo domina. Lo que hace, lo que crea lo debe à
esa fuerza celestial; pero cuán terrible es esa misma fuer¬
za cuando rompe sus cadenas, cuando sigue su violento
impulso, hija libre de la naturaleza (3)!» Este pensamien¬
to del trágico alemán es verdaderamente admirable; en
suma, nuestros capitales son hijos del fuego; él funde los
metales, él brilla al levantar nuestros hogares en la cal
y el ladrillo; él hace hervir el vapor de nuestras mâqui¬
nas: fuego es la potente electricidad que lleva nues¬
tras breves comunicaciones é ilumina nuestras ciudades
durante la noche. En el orden econémico la cultura de un
pueblo se mide por la perfección de los mecanismos que
dominen y encierren el fuego.
El capital se requiere en todas las artes, es el précur¬
sor y el companiero del trabajo. Milton retrata à Eva al
separarse de su esposo para trabajar mejor, mâs bella que
la diosa de Délos, no armada como ella, de un arco, de
un carçaj, sino solamente de algunos ûtiles de jardineria,
como pudo prepararlos sin auxilio del fuego el arte sen¬
cillo todavia, ó bien ofrecidos por los ángeles (4). El épi¬
Politica, lib. I, cap. Il.
Máximas, pág. 374.
El canto de la campana, pag. 6.
(4) El Paraiso perdido, canto IX.
Real Academia de Ciencias Morales y Politic
europäische Rechtsgeschichte