sa y adora la velocidad, justamente porque cree en
el progreso y quiere el progreso.
Pero la velocidad es un licor muy peligroso: em¬
briaga, enajena y mata. Una vez que hemos gustado
sus deleites, quedamos presos en sus redes y pedimos
mas y mas y no nos contentamos nunca con la marça
lograda. A ello nos invita, por annadidura, la discul¬
pa aparente de que la rapidez es un bien. Y lo es en
electo. Mas es un bien-medio, un instrumento, que
no vale por si mismo, sino por aquello a cuyo servi-
cio se pone. He aqui el punto sensible. Hemos em¬
pezado por usar la velocidad correctamente, como un
medio, y hemos sentido y estimado su auténtica va¬
lia. Pero más tarde el deleite que la velocidad por
si misma nos causa, sumado a ese valor ûtil que en
ella encontramos, nos ha embriagado, esto es, nos ha
hecho perder la justa idea de su mérito como simple
medio. Finalmente, nos ha enajenado, es decir, nos
ha inducido a concederle valores que ella no tiene,
pero que por medio de ella pueden ser logrados o fo¬
mentados. Y, entonces, hemos llegado al extremo de
conceder a la velocidad un valor absoluto, un valor
de fin. Y ahora ya la apetecemos por ella misma, la
buscamos, no por su utilidad, sino porque errónea¬
mente la estimamos como buena en absoluto. Mas,
por otra parte, la velocidad es, fisicamente, una mag¬
nitud escalar, un cantitad que puede aumentar en
principio cuanto se quiera. De aqui que, habiéndola
considerado como bien absoluto, anhelemos sin cesar
su incremento y en ese anhelo de siempre mayores
velocidades, no podamos, por la naturaleza misma de
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Max-Planck-Institut für
Ciencias Morales y Politicas
europäische Rechtsgeschichte