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el hacer perder à los reyes tal prerrogativa hubiera
sido herirloes en parte muy sensible — Montes¬
quieu, Espiritu de las leges, cap. XXIV.
Muchos papas, en extremo complacientes, hicie¬
son considerar el divorcio como un lenitivo caté¬
lico à los males mundanos. Esta complacencia
bäcia los poderosos era muy frecuente.
La historia nos dice que el papa Bonifacio IX
antorizö à Ladislao Durazzo, rey de Nápoles, (de
cuvo apoyo necesitaba para salir airoso en ciertas
empresas que secretamente habia iniciado contra
el pontifice francés Clemente VII), que se divor-
ciase con su mujer Constanza. Esta fué repu-
diada con consentimiento del mismo papa que
poco tiempo antes habia aprobado pûblicamente la
unión; é hizo más aûn: envió un cardenal à la
corte para publicar la bula de divorcio y sacar el
anillo nupcial del dedo de la reina y enviarla à
Sicilia, su pátria.
Tres anos más tarde, Ladislao Durazzo obligó à
su mujer repudiada á casarse con su favorito, An¬
drés de Cápua.
La desgraciada princesa, sacrificada á la voluntad
caprichosa del rey y á la ambición del pontifice,
exclamó pûblicamente al dar la mano á Andrés:
puedes vanagloriarte de tener por querida à la reina,
mujer legitima de tu soberano.
El papa Alejandro VI vdió á Luis XII, rey
de Francia, el permiso de repudiar á su mujer
Juana de Francia, hermana de Cárlos VIII, des-
pues de veinte anos de vida conyugal, permitién¬