DISCURSO
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ofrecian y lo distribuyera á su antojo y voluntad. Sefores Aca
démicos, el interesado, que nuestro egoismo llamaria favorect¬
do, se retiró triste y llorando (ille vero abiit tristis et plorans)
Posible es que los primeros monjes anacoretas y cenobi¬
tas no se diesen perfecta cuenta de la utilidad que para el
cuerpo nace de la labor de manos. La pregona Hipôcrates
diciendo que le va bien de salud á quien trabaja; dijo Aris
tôteles que con el trabajo se hace mejor la digestión; Sôcra¬
tes justificaba su paseo diario, asegurando que cae enfermo
quien se apoltrona; Ovidio creyó que asi como se pudren las
aguas estancadas, el ocio corrompe el cuerpo de los inacti¬
vos: San Juan Crisóstomo, que encuentra hermoso y sano el
cuerpo de quienes trabajan, considera que se afea y expone
á las enfermedades, el de los ociosos, y asegura que el ojo, y
la boça, y el vientre, y todo miembro que no trabaja en su
propia función, cae en su ultima enfermedad, de igual suerte
que cierta herrumbre cubre y quita su esplendor y aun algo
más (atque alia) al alma ociosa. Conocieran 6 no los monjes
de Oriente estos predicados de la higiene, que hoy resultan
trilladisimos, lo cierto es que no ignoraron el provecho es¬
piritual que à raudales brota del trabajo de manos, segun lo
acreditará en seguida, sobre los testimonios y hechos aduci¬
dos, el estudio directo de las diversas reglas.
Perdonad, senores, que fuera del seto de estas reglas se
hava explayado mi pluma, más quizâ de lo debido, en este
matiz de mi tema; pero ello-tiene una explicación puramente
subjetiva. Era yo muy nino, apenas cifraba en los quince
anios, cuando en ca mino de oir la voz augusta y de recibir un
abrazo (joh abrazo confortador!) de aquel santo que se llamo
León XIII, contemplé con emoción de hombre, en el Campo
Santo de Pisa, los frescos de Orcagna, Laurati y Gozzoli, que
à propósito del trabajo de los anacoretas orientales citan los
historiadores y los viajeros. No habia yo leido por aquel en¬
tonces sino en los libros de texto y en las primeras obras de
Menéndez y Pelayo, que fueron siempre mi más deleitoso
manjar, y yo os aseguro que aquellas paredes pintadas en
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