Reinando Felipe IV, las costumbres de la Corte, las de la aristocra¬
cia que le sirve de ornato y aun las conventuales de frailes y de monjas,
no le van a la zaga, a las del tiempo de Don Juan II de Castilla y de su
nijo Enrique IV, que tuvieron que corregir con arte en los comienzos,
con férrea mano cuando no bastó el arte, la gran Reina Isabel la Cató¬
lica, y su elegido para llevar a cabo la reforma del clero regular y
secular, Fray Francisco Ximénez de Cisneros.
El Madrid de Felipe IV es el centro y la cuspide literaria de Europa
y lo es también de las aventuras de tipo donjuanesco, en que no faltan
raptos de monjas ni estocadas. Ningun pais tuvo reunidos entonces,
ni antes ni después, ingenios de la alta calidad y extendida fama como
Lope, Calderón, Tirso, Moreto, Quevedo y Gracián en el el teatro y
en los demâs géneros literarios, y Velázquez y Zurbarán en la pintura.
Ni tampoco tuvo probablemente un conquistador mujeriego del em¬
paque del famoso Conde de Villamediana, gran burlador, empeder¬
nido jugador, valiente y diestro para ventilar rivalidades a estocadas,
ostentoso en el vestir y magnifico derrochador. Remató sus aventuras
en la Plaza Mayor de Madrid, donde se presentó, para alancear un
toro, ante los Reyes, la Corte y el publico apinnado en balcones y gra¬
derias, ricamente vestido y con la famosa y retadora divisa: Son mis
amores reales. Traducida por la malicia popular como alarde pû-
blico de su relación con la Reina, la leyenda, que aun perdura, extendió
la noticia de los amores de la hija de Enrique IV de Francia con el
apuesto Conde, de que se cobró la venganza del marido burlado, orde¬
nando la muerte del burlador. Tal la leyenda. Lo cierto es que murió
asesinado, aunque Felipe IV probablemente no tuvo arte ni parte en
el suceso, ni la Reina pasó en su relación con Villamediana de galan¬
teos, entonces muy en uso, seguramente tolerados, y casi seguramente
agradecidos.
Agréguese al bosquejo de la vida que conoció en Madrid Gracián,
las visibles grietas del poderio espanol, falto de recursos, acosado
por todas partes y en trance de próxima caida, y se comprenderá la
actitud del escritor aragonés ante el trágico y bullicioso espectáculo
del mundo circundante.
Apogeo literario y artistico, general empobrecimiento, acusada
decadencia politica, relajación de las costumbres, es natural que pro¬
dujesen al chocar con individualidades de distinto temperamento y
diferente formación ideológica, reacciones muy diversas: la de enfren¬
tarse un escritor con su mundo y batirle, aun a sabiendas de lo impo¬
sible del empeno, prefiriendo estrellarse a rendirse, que es la manera
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